Diciembre 1994 . estadio Huracan. Buenos Aires . Despedida de los redondos
Poli, me parece que se pudre todo. ¿Qué hacemos? ¿Mirá si empiezan a romper el escenario??
Curtido en años de recitales, Toro Martínez -sonidista de la banda, voz grave, alto y ancho como una puerta- estaba aterrorizado. Había trabajado en decenas de recitales, había vivido en Inglaterra y en Estados Unidos y asistido a cientos de shows. Pero nunca vio una cosa así. En el campo del estadio de Huracán, en el último concierto de Patricio Rey en diciembre de 1994, se había desatado la locura. El show del día anterior fue normal, pero ese sábado la tensión, que se palpaba horas antes del recital, se convirtió en furia. Faltaba media hora para que los Redondos volvieran a presentarse en Parque Patricios y un sector de su público, marginal, eufórico y narcotizado, arrasaba con todo lo que topaba. El campo de juego era tierra de nadie. Había robos, varias peleas, heridos -uno de ellos, Julio César Ayala, fue internado en grave estado- y parte de la hinchada de Huracán se adueñaba de la situación. El personal de contención resultó insuficiente; incluso el jefe de seguridad de la banda resultó agredido, lo que provocó el enojo y la preocupación del Indio Solari. ?Ése no es el espíritu de Los Redondos?, le dijo a la gente. Toro la encaró a la Negra Poli. Sus equipos de sonido valían mucho y su integridad física más. Estaba asustado. Acostumbrada a lidiar con los fans, Poli se jactaba de conocerlos mejor que nadie.
Miguel Ángel Toro Martínez: Poli me dijo ?Tranquilo Toro, no pasa nada. Tomá, poné esto y vas a ver que se tranquilizan?. La miré sin entender mucho. ?Vos ponelo, haceme caso?. Me dio un CD y yo pensé: ?¿Qué carajo hace? Esta mina está loca.? Cuestión que lo puse y empezó a sonar una música. Pasaron unos segundos y los pibes comenzaron a calmarse, hasta tranquilizarse del todo. Era Tchaikovsky. Fue una cosa increíble. Había miles de pibes que parecía que iban a romper todo y de repente, escucharon Tchaikovsky, y se serenaron. Música que amansó a las fieras. La Negra Poli es la mejor manager de la Argentina, a años luz de cualquier otro.
Compuesto por Piotr Ilich Tchaikovski para la obra Cascanueces en 1891, los aires celebratorios del Vals de las flores resultaron un bálsamo para las huestes ricoteras. Martínez, dueño de una empresa de sonido que musicalizó a los mejores artistas argentinos de los últimos treinta años y que conoce el ambiente como nadie, quedó admirado por el aplomo y la seguridad de Poli para manejarse al borde del abismo. Tal vez, lo que funcionó en Huracán fue la memoria emotiva; siete años antes, Poli había puesto otra pieza del mismo autor (la Obertura 1812, compuesta en honor a la resistencia de las tropas rusas a Napoleón) como prolegómeno a los shows de Paladium de mayo y de octubre de 1986, cuando la banda presentó Oktubre. Claro que el contexto era bien distinto. Ese era un país que atravesaba los últimos rayos de la primavera alfonsinista. El de ahora, en cambio, uno que comenzaba a tener a la juventud entre los mayores perjudicados de su sistema económico. Meses después se darían a conocer los índices de desocupación que indicaban que, para los jóvenes, esa realidad tenía rasgos de pandemia: ascendía al 30% entre los menores de 22 años. Como las tropas de Napoleón, el menemismo avanzaba dejando en las banquinas un ejército de despojados.
Curtido en años de recitales, Toro Martínez -sonidista de la banda, voz grave, alto y ancho como una puerta- estaba aterrorizado. Había trabajado en decenas de recitales, había vivido en Inglaterra y en Estados Unidos y asistido a cientos de shows. Pero nunca vio una cosa así. En el campo del estadio de Huracán, en el último concierto de Patricio Rey en diciembre de 1994, se había desatado la locura. El show del día anterior fue normal, pero ese sábado la tensión, que se palpaba horas antes del recital, se convirtió en furia. Faltaba media hora para que los Redondos volvieran a presentarse en Parque Patricios y un sector de su público, marginal, eufórico y narcotizado, arrasaba con todo lo que topaba. El campo de juego era tierra de nadie. Había robos, varias peleas, heridos -uno de ellos, Julio César Ayala, fue internado en grave estado- y parte de la hinchada de Huracán se adueñaba de la situación. El personal de contención resultó insuficiente; incluso el jefe de seguridad de la banda resultó agredido, lo que provocó el enojo y la preocupación del Indio Solari. ?Ése no es el espíritu de Los Redondos?, le dijo a la gente. Toro la encaró a la Negra Poli. Sus equipos de sonido valían mucho y su integridad física más. Estaba asustado. Acostumbrada a lidiar con los fans, Poli se jactaba de conocerlos mejor que nadie.
Miguel Ángel Toro Martínez: Poli me dijo ?Tranquilo Toro, no pasa nada. Tomá, poné esto y vas a ver que se tranquilizan?. La miré sin entender mucho. ?Vos ponelo, haceme caso?. Me dio un CD y yo pensé: ?¿Qué carajo hace? Esta mina está loca.? Cuestión que lo puse y empezó a sonar una música. Pasaron unos segundos y los pibes comenzaron a calmarse, hasta tranquilizarse del todo. Era Tchaikovsky. Fue una cosa increíble. Había miles de pibes que parecía que iban a romper todo y de repente, escucharon Tchaikovsky, y se serenaron. Música que amansó a las fieras. La Negra Poli es la mejor manager de la Argentina, a años luz de cualquier otro.
Compuesto por Piotr Ilich Tchaikovski para la obra Cascanueces en 1891, los aires celebratorios del Vals de las flores resultaron un bálsamo para las huestes ricoteras. Martínez, dueño de una empresa de sonido que musicalizó a los mejores artistas argentinos de los últimos treinta años y que conoce el ambiente como nadie, quedó admirado por el aplomo y la seguridad de Poli para manejarse al borde del abismo. Tal vez, lo que funcionó en Huracán fue la memoria emotiva; siete años antes, Poli había puesto otra pieza del mismo autor (la Obertura 1812, compuesta en honor a la resistencia de las tropas rusas a Napoleón) como prolegómeno a los shows de Paladium de mayo y de octubre de 1986, cuando la banda presentó Oktubre. Claro que el contexto era bien distinto. Ese era un país que atravesaba los últimos rayos de la primavera alfonsinista. El de ahora, en cambio, uno que comenzaba a tener a la juventud entre los mayores perjudicados de su sistema económico. Meses después se darían a conocer los índices de desocupación que indicaban que, para los jóvenes, esa realidad tenía rasgos de pandemia: ascendía al 30% entre los menores de 22 años. Como las tropas de Napoleón, el menemismo avanzaba dejando en las banquinas un ejército de despojados.