lunes, 27 de febrero de 2017

La sirena Manuel Mujica Lainez



La sirena de Reny Vega esta cerca de la orilla del riachuelo, casi salida del cuento de Manuel Mujica Lainez.
Jorge y San Antonio, Barracas Sur, Buenos Aires

La sirena    (Manuel Mujica Láinez)

Corren a lo largo de los grandes ríos, desde las empalizadas de Buenos Aires hasta la casa fuerte de Nuestra Señora de la Asunción, las noticias sobre los hombres blancos, sobre sus victorias y sus desalientos, sus locos viajes y la traidora pasión con que se matan unos a otros. Las conducen los indios en sus canoas y pasan de tribu en tribu, internándose en los bosques, derramándose por las llanuras, desfigurándose, complicándose, abultándose. Las llevan las bestias feroces o curiosas: los jaguares, los pumas, las vizcachas, los quirquinchos, las serpientes pintarrajeadas, los monos, papagayos y picaflores infinitos. Y las transmiten también en su torbellino los vientos contrarios: el del sudeste, que sopla con olor a agua; el polvoriento pampero; el del norte, que empuja las nubes de langostas; el del sur, que tiene la boca dura de escarcha.
La Sirena oyó hablar de ellos hace años, desde que aparecieron asombrando al paisaje fluvial las expediciones de Juan Díaz de Solís y Sebastián Caboto. Por verles abandonó su refugio de la laguna de Itapuá. A todos les ha visto, como vio más tarde a quienes vinieron en la flota magnífica de don Pedro de Mendoza, el fundador. Y ha crecido su inquietud. Sus compañeros la interrogaban, burlones:
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
Y la Sirena se limitaba a mover la cabeza tristemente.
No, no había encontrado. Se lo dijo al Anta de orejas de mula y hocico de ternera que cría en su seno la misteriosa piedra bezoar; se lo dijo al Carbunclo que ostenta en la frente una brasa; se lo dijo al Gigante que habita cerca de las cataratas estruendosas y que acude a pescar en la Peña Pobre, desnudo. No había encontrado. No había encontrado.
Ya no regresó a la laguna de Itapuá. Nadaba perezosamente, semiescondida por el fleco de los sauces, y los pájaros acallaban el bullicio para oírla cantar.
Va de un extremo al otro de los ríos patriarcales. No teme ni a los remolinos ni a los saltos que levantan cortinas de lluvia transparente; ni al rigor del invierno ni a la llama del estío. El agua juega con sus pechos y con su cabellera; con sus brazos ágiles; con la cola de escamas azules prolongada en tenues aletas caudales color del arco iris. A veces se sumerge durante horas y a veces se tiende en la corriente tranquila y un rayo de sol se acuesta sobre la frescura de su torso. Los yacarés la acompañan un trecho; revolotean en torno suyo los patos y las palomas llamadas apicazú, pero presto se fatigan, y la Sirena continúa su viaje, río abajo, río arriba, enarcada como un cisne, flojos los brazos como trenzas, y hace pensar en ciertas alhajas del Renacimiento, con perlas barrocas, esmaltes y rubíes.
-¿Has encontrado? ¿Has encontrado?
La mofa: ¿Has encontrado?
Suspira porque presiente que nunca hallará. Los hombres blancos son como los aborígenes: sólo hombres. Tienen la piel más fina y más clara, pero son eso: sólo hombres. Y ella no puede amar a un hombre. No puede amar a un hombre que sólo sea hombre, ni a un pez que sea sólo pez.
Ahora nada por el Río de la Plata, rumbo a la aldea de Mendoza. El Gigante le ha referido que unos bergantines descendieron de Asunción, y por los faisanes ha sabido que sus jefes se aprestan a despoblar a Buenos Aires. Precaria fue la vida de la ciudad. Y triste. Apenas han transcurrido cinco años desde que el Adelantado alzó allí las chozas. Y la destruirán.
En la vaguedad del crepúsculo, la Sirena distingue los tres navíos que cabecean en el Riachuelo. Más allá, en la meseta, arden los fuegos del villorrio destinado a morir.
Se aproxima cautelosamente. No ha quedado casi nadie en los bergantines. Eso le permite acercarse. Nunca ha rozado como hoy con el pecho grácil las proas; nunca ha mirado tan vecinas las velas cuadradas que tiemblan al paso de la brisa.
Son unos barcos viejos, mal calafateados. La noche de junio se derrumba sobre ellos. Y la Sirena bracea silenciosamente alrededor de los cascos. En el más grande, en lo alto de la roda, bajo el bauprés, advierte una armada figura, y de inmediato se esconde, temerosa de ser descubierta. Luego reaparece, mojado el cabello negro, goteantes las negras pestañas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo? O no... o no es un hombre... El corazón le brinca. Vuelve a zambullirse. La noche lo cubre todo. Únicamente fulgen en el cielo las estrellas frías y en la aldea las fogaradas de quienes preparan el viaje. Han incendiado la nao que hacía de fortaleza, la capilla, las casas. Hay hombres y mujeres que lloran y se resisten a embarcar, y los vacunos lanzan unos mugidos sonoros, desesperados, que suenan como bocinas melancólicas en la desierta oscuridad.
Al amanecer prosigue la carga de los bergantines.
Partirán hoy. En lo que fue Buenos Aires, sólo queda una carta con instrucciones para quienes arriben al puerto, aconsejándoles cómo precaverse de los indios y prometiéndoles el Paraíso en Asunción, donde los cristianos cuentan con setecientas esclavas para servirles.
Las naos remontan el río, entre las islas del delta. La Sirena las sigue a la distancia, columpiándose en el vaivén de las estelas espumosas.
¿Es un hombre? ¿Es un hombre armado de un cuchillo?
Tuvo que aguardar a la luz indecisa de la tarde para verle. No había abandonado su puesto de vigía. Con un tridente en la derecha y una rodela embrazada, custodiaba el bauprés del cual tironeaban los foques al menor balanceo. No, no era un hombre. Era un ser como ella, de su casta ambigua, hombre hasta la mitad del cuerpo, pues el resto, de la cintura a los pies, se transformaba en una ménsula adherida al barco. Una barba rígida, triangular, le dividía el pecho. Le rodeaba la frente una pequeña corona. Y así, medio hombre y medio capitel, todo él moreno, soleado, estriado por las tormentas, parecía arrastrar el navío al impulso de su torso recio.
La Sirena ahogó un grito. Surgieron en la borda las cabezas de los soldados. Y ella se ocultó. Se sumergió tan hondo que sus manos se enredaron en plantas extrañas, incoloras, y el olear se llenó de burbujas.
La noche arma de nuevo sus tenebrosas tiendas, y la hija del Mar se arriesga a arrimarse a la popa y a deslizarse hasta el bauprés, eludiendo las manchas amarillas de los faroles encendidos. A su claridad el Mascarón es más hermoso. Se le sube la luz por las barbas de dios del Océano hacia los ojos que acechan el horizonte.
La Sirena le llama por lo bajo. Le llama y es tan suave su voz que los animales nocturnos que rugen y ríen en la cercana espesura callan a un tiempo.
Pero el Mascarón de afilado tridente no contesta y sólo se escucha el chapotear del agua contra los flancos del bergantín y la salmodia del paje que anuncia la hora junto al reloj de arena.
Entonces la Sirena comienza a cantar para seducir al impasible, y las bordas de los tres navíos se pueblan de cabezas maravilladas. Hasta irrumpe en el puente Domingo Martínez de Irala, el jefe violento. Y todos imaginan que un pájaro está cantando en la floresta y escudriñan la negrura de los árboles. Canta la Sirena y los hombres recuerdan sus caseríos españoles, los ríos familiares que murmuran en las huertas, los cigarrales, las torres de piedra erguidas hacia el vuelo de las golondrinas. Y recuerdan sus amores distantes, sus lejanas juventudes, las mujeres que acariciaron a la sombra de las anchas encinas, cuando sonaban los tamboriles y las flautas y el zumbido de las abejas amodorraba los campos. Huelen el perfume del heno y del vino que se mezcla al rumor de las ruecas veloces. Es como si una gran vaharada del aire de Castilla, de Andalucía, de Extremadura, meciera las velas y los pendones del Rey.
El Mascarón es el único en quien no hace mella esa voz peregrina.
Y los hombres se alejan uno a uno cuando cesa la canción. Se arrojan en sus cujas o sobre los rollos de cuerdas, a soñar. Dijérase que los tres bergantines han florecido de repente, que hay guirnaldas tendidas en los velámenes, de tantos sueños.
La Sirena se estira en el agua quieta. Lentamente, angustiosamente, se enlaza a la vieja proa. Su cola golpea contra las tablas carcomidas. Ayudándose con las uñas y las aletas empieza a ascender hacia el Mascarón que, allá arriba, señala el camino de los tesoros. Ya se ciñe a la ménsula rota. Ya rodea con los brazos la cintura de madera.
Ya aprieta su desesperación contra el tronco insensible.
Le besa los labios esculpidos, los ojos pintados.
Le abraza, le abraza y por sus mejillas ruedan las lágrimas que nunca lloró. Siente un dolor dulcísimo y terrible, porque el corto tridente se le ha clavado en el seno y su sangre pálida mana de la herida sobre el cuerpo esbelto del Mascarón.
Entonces se oye un grito lastimero y la estatua se desgaja del bauprés. Caen al río, estrechados en una sola forma, y se hunden, inseparables, entre la fuga plateada de los pejerreyes, de los sábalos, de los surubíes.

Manuel Mújica Láinez La sirena (en Misteriosa Buenos Aires. Seix Barral)

http://despuesdelnaufragio.blogcindario.com/2008/02/00017-la-sirena-manuel-mujica-lainez.html


sábado, 25 de febrero de 2017

Ciudad Universitaria tributo. Del viajero que se pierde en el desierto. por un genio de la morfologia



DEL VIAJERO QUE SE PIERDE EN EL DESIERTO. Por Roberto Doberti


Un viajero se pierde en el desierto. Comienza entonces a caminar buscando algo que no sea desierto: oasis, ciudad, bosque, cauce de río, o borde de lago. Rápidamente comienzan sus sufrimientos: la soledad que le es inherente a esa vastedad, el cansancio, el calor abrumador del día y las noches gélidas, el hambre y al poco tiempo el martirio de la sed. La búsqueda que intenta ser sistemática, sostener la dirección en la que se sospecha la salvación, no siempre consigue mantener el orden; por momentos se hace frenética, variable en ritmos y direcciones.
Poco después aparece el peor de los padecimientos: los espejismos. Umbrosos oasis y espléndidas ciudades coronadas de cúpulas y pináculos refulgentes se dibujan ante sus ojos pero a medida que se acerca, aquello que constituía una salvación tan claramente delineada, se va desvaneciendo, confunde sus límites, anula sus colores. El viajero, otra vez, solo tiene frente a sí arena, piedra y una desilusión tan abrumadora como su sed y su cansancio.
Cuando sus fuerzas y su cordura están cercanas al límite de su destrucción, un espejismo, de los tantos que lo entusiasmaron, mantiene su presencia. Percibe la incomparable caricia de la hierba en la planta de los pies, conmovido tienta a apoyarse en el tronco de una palmera y su brazo recibe la firmeza del sostén, avanza más aún y encuentra la sombra, la fuente de aguas claras y frescas: ha llegado a un oasis.
El viajero encuentra en este oasis las satisfacciones tan ansiadas. Están ahí el verde, el agua, los frutos dulces y sabrosos y para mayor comodidad y placer del viajero, en seguida descubre que el oasis está poblado por nativos simples y amables, y más aún, por nativas menos simples y más amables.
La desesperada búsqueda ha terminado; se inicia entonces un período de instalación placentera, de recuperación deleitosa de las fuerzas y la armonía, de reconocimiento y comprobación de que el oasis que ha alcanzado le brinda cada uno de esos goces sin restricción ni avaricia alguna.
Sin embargo, pasado un tiempo que nadie midió en días o meses, una mañana los nativos descubren con sorpresa que el viajero ha desaparecido. Luego de llamarlo a grandes voces y recorrer en todas direcciones el oasis, alguien descubre unas huellas, que no pueden pertenecer a nadie más que al viajero, que se pierden en el desierto.
Los nativos no intentan seguirlo, les duele su partida pero no pretenden persuadirlo de otro destino. El viajero llegó y partió por sus propios medios, por voluntad y decisión que exigen esfuerzo, valentía y tal vez algo de desmesura.
El viajero reinició su marcha por el desierto porque había algo que el oasis no le brindaba, no le podía brindar: los espejismos. El viajero camina tras el espejismo de sus espejismos, tras la visión de las visiones.
La fábula no contiene el futuro del viajero; no nos dice si otros oasis más bellos que el abandonado están en su recorrido, o tal vez encuentre esas ciudades del esplendor y la sabiduría, o los ríos caudalosos orientados al mar infinito; o menos afortunado solo enfrente la tortura del recorrido que va minando sus dilatadas esperanzas y sus limitadas fuerzas.
La fábula parece decirnos que el viajero eligió su destino, pero no anula la posibilidad de que su destino fue construir esta fábula.

  • El viajero –que simboliza al teórico– se encuentra perdido en el desierto –que simboliza la incertidumbre, la inasibilidad de lo real, la incomprensión radical que abruma y enloquece– pero no se define cómo ni porqué. Puede haber sido por negligencia o error, puede haber sido abandonado como castigo por los demás integrantes de una caravana o puede haber elegido ese destino vislumbrando los placeres del oasis.


  • El viajero sabe que el oasis no es negación del desierto sino su demarcación. Si todo fuera meramente arena y piedra ningún paso tendría sentido ni dirección, aunque nos liberaría de la obligación de discernir entre los espejismos y las concreciones del oasis, puesto que solo habría sequedad y fantasía. Si todo es oasis, si nunca se encuentra la necesidad del andar, la imperiosa exigencia de orientar ese andar, se inhabilita la apertura del horizonte y del sueño inefable. El saber –simbolizado por el oasis– es siempre precario e inevitablemente insuficiente, la incertidumbre –simbolizada por el desierto– está siempre presente, es vasta e inagotable pero es la condición que hace posible el oasis.


  • La cuestión de la utilidad de la teoría se convierte en dudosa, negociada y estéril si se exigen garantías o se imponen límites. La función de la teoría es instalar el mundo; no estoy diciendo que sirve para instalarse en el mundo como si éste ya estuviera dado. Yo puedo creer que el mundo está dado, que tiene de suyo un ordenamiento con jerarquía y distinciones, pero simplemente es porque alguien lo estatuyó así, me lo ha ordenado, valorado y particionado: esta es la estructura de una cárcel.

  • Yo prefiero compartir el delirio del peregrino y no la docilidad del prisionero.

  • Hay algo más: el viajero y su sombra, recorriendo el desierto bajo un sol implacable son la imagen del teórico y el poeta. Nadie sabe cuál es uno y cuál el otro, no importa puesto que no pueden ser escindidos.

  • A veces me parece ver el desierto surcado por vendedores de baratijas y por grupos de indolentes turistas. Sin embargo solo me parece: los mercaderes astutos y los excursionistas con sus sonrientes azafatas ni siquiera han ingresado al desierto, y el oasis les queda tan lejos que tampoco pueden fantasearlo

texto tomado de https://catedragdd.blogspot.com.ar/2010/04/del-viajero-que-se-pierde-en-el.html