Vivimos en una tensión sutil y constante: por un lado, con “hambre y sed” de comunión y, por el otro, con tantas heridas en nuestra confianza que nos aíslan y nos impiden estar abiertos a la celebración del encuentro.
Si hay una característica particularmente humana es la necesidad de establecer con el prójimo una relación renovada y más íntima. Todos necesitamos compartir nuestra interioridad -sin disfraces y sin máscaras-; reconocernos con nuestras propias vulnerabilidades y fragilidades que nos hacen tan semejantes unos a otros. Porque sólo el miedo puede levantar murallas de orgullo y de soberbia, a nuestro alrededor, para que nadie llegue hasta nuestras flaquezas.
Y sin embargo, en cada uno late dormido o despierto un vivo deseo de encuentro. Pero ¡qué poco preparados estamos para ello!
La educación tradicional no siempre ha sabido honrar la sabiduría implícita en nuestra naturaleza humana; aún hoy se sigue entronizando el rendimiento y la brillantez intelectual pero todavía no advertimos lo suficiente, cómo nuestra sociedad está llena de “analfabetos emocionales”.
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